lunes, 22 de febrero de 2010

3:17:15


Sigo fielmente una tradición desde que, hace ahora cuatro años, debuté en maratón. El lunes posterior a la carrera, e independientemente del resultado obtenido, me compro un bote de helado de los grandes, de un litro, me siento tranquilamente y me lo como del tirón, sin piedad ni remordimientos. Podríamos decir que se trata de un premio de consolación o una compensación por el sufrimiento y esfuerzo de los meses anteriores. El primer año recuerdo que fue helado de Dulce de Leche, delicioso. Este año ha tocado Vainilla, no menos bueno.


Han pasado casi seis meses y más de mil kilómetros desde que empecé a preparar el maratón y el resultado es el que figura en el título de esta entrada. A pesar de no haber alcanzado el objetivo que me había marcado no puedo decir que me sienta decepcionado ya que disfruté mucho de la carrera, de casi toda, y ésta ha sido mi mejor marca. Desde luego una marca impensable hace cuatro años en mi primera incursión en la distancia. Un exceso de locuacidad bloguera me llevo a fijarme como objetivo bajar de tres horas y quince minutos y, a pesar de que los primeros entrenamientos parecían indicar que la meta era totalmente inalcanzable, cerca he estado. Empiezo a creer que, con el suficiente tesón y el entrenamiento adecuado, cualquier límite es asequible. Incluso aquellos que, aún hoy, suenan a quimeras imposibles. Cualquiera que conozca el maratón entiende de qué frontera hablo aunque no la nombraré para no parecer pretencioso ni quedar, otra vez, esclavizado por mis palabras.


La carrera en sí discurrió de forma muy similar a la del año pasado (cómo lamento no haber tenido blog entonces para haber podido contarlo): un primer tramo de agarrotamiento y dudas seguido por 25 kilómetros, los internedios, bastante cómodos, a velocidad de crucero, y una parte final que marca las diferencias entre ambas carreras. Donde el año pasado hubo euforia este año ha habido bajón y sufrimiento para poder llegar a meta. Afortunadamente éste sufrimiento se vio atenuado por la presencia de un compañero de club que me dio ánimos y conversación en los duros kilómetros finales. Buena parte del éxito es suya. Lo que no cambia, y espero que nunca lo haga, es la emoción indescriptible que se siente al recorrer esos últimos 195 metros. Además yo, este año, lo hice con un chupete en la boca para dedicárselo a mis hijas. Creo que esto se podría convertir en una nueva tradición.


Mentiría si dijera que, a día de hoy, he empezado a pensar en la próxima maratón. En realidad empecé a hacerlo dos horas después de terminar de correr. Mientras trataba de recuperarme de la descomposición de estómago que me provocó el esfuerzo dos pensamientos se entrecruzaban en mi mente: ¿Qué debo cambiar/añadir en mis entrenamientos para rebajar la marca obtenida? y ¿seré capaz de comerme un litro de helado en medio de una gastroenteritis?. Lo fui.

martes, 16 de febrero de 2010

¿Y si fuera que sí?

Ando estos días con los últimos entrenamientos previos al maratón de Valencia. Queda escasamente una semana y, como dice un compañero de club, a estas alturas ya está todo el pescado vendido. El trabajo que se supone que había que hacer se ha hecho, o no, y lo que tenga que ser, será. Desde ahora, y hasta el día en cuestión, ya solo quedan rodajes suaves, normalmente cortos y bastante relajados. Nada de series a tope ni de largos infinitos. Quiero decir con esto que en estos últimos entrenamientos puedo, más que de costumbre, fijarme en lo que sucede a mi alrededor porque, por increíble que parezca, el mundo no se para cuando yo salgo a correr.


El miercoles pasado, por ejemplo, me tocaba rodar 50 minutos a ritmo suave y eso hice. Salí de casa y enfilé una ruta que tengo medida para este tiempo y que me lleva, por un carril bici, hasta el pueblo vecino. Ida y vuelta, esa era la idea. Cuando me encontraba a escasos 200 metros del lugar donde suelo dar la vuelta vi frente a mí, saliendo de un cruce, a un energúmeno montado en un quad. El cafre en cuestión cogió la curva a considerable velocidad poniendo el vehículo sobre dos de sus ruedas, concretamente las del lado derecho, con una inclinación que hacia parecer seguro el accidente. En el último momento y con bastante habilidad, al César lo que es del César, el imbécil consiguió enderezar el quad y continuó su marcha con un notable acelerón.


En ese momento a mí me vinieron a la mente los dos pensamientos que asaltarían a cualquier persona de bien es este caso. Primero, que Dios no existe, porque si existiera el idiota se habría pegado el ostiazo del siglo y habría acabado con los dientes desparramados por el asfalto y con el quad, que seguro que no ha terminado de pagar, siniestro total. Y segundo, que nunca hay un policía cerca cuando hace falta. En eso andaba yo pensando cuando, antes de que me hubiera dado tiempo a recorrer diez metros, pasó junto a mí, a una velocidad considerable y a la caza, un vehículo de la Guardia Civil. Así que no me quedó más remedio que tragarme mis palabras. Muy gustosamente, eso sí. Puede que, de vez en cuando, sí que haya un poli cuando hace falta.


En cuanto a lo otro, lo de Dios, habrá que dejarlo a la consideración de cada cual. A lo mejor sí que existe y lo único que pasa es que sus métodos son menos expeditivos de lo que serían los míos. Puede que en lugar de darle el último empujoncito al imbécil haya preferido poner un coche de la Guardia Civil en el cruce. Ya se sabe que sus caminos son inescrutables.

lunes, 8 de febrero de 2010

Mi vida sin ti

Desconozco qué empuja a un digno informático, o aspirante a serlo, a convertirse en un hacker. Tal vez su padre lo golpeara con el Spectrum +2 o tal vez odie esta sociedad consumista y alienante en la que vivimos y pretenda destruirla desde el confortable calorcito de su habitación mientras mamá prepara la cena. No sé que intención les guía pero sí sé que si una plaga bíblica cayera sobre ellos y, por ejemplo, hiciera que se les cayeran a todos los dientes y tuvieran que vivir el resto de sus días a base de purés y batidos no sólo no lo sentiría sino que me regodearía ante la visión de sus bocas desdentadas y sus ojos llorosos frente a un buen Entrecotte. Por cabrones.
Un mes llevo sin ordenador por culpa de un virus. Y, además, debe ser un virus de los de la pata del macho porque el Panda no lo detectaba y mucho menos lo destruía. Y mientras el angelito iba destrozándome el sistema operativo y todos los programas que requiriesen una conexión a internet para funcionar. Al final la solución ha sido drástica: formateo y a volver a empezar. Lo malo viene cuando te llama el informático, el bueno, el que se supone que los repara, y empieza con que si no sé que pasa que no me detecta la disquetera o vete tú a saber porqué no puedo configurarte los puertos USB. Yo por si acaso voy mirando catálogos porque me temo que mi viejo compañero ha entonado ya su canto del cisne y, si vuelve a casa, ya no volverá a ser el mismo.
Un mes llevo, decía, consultando el mail a través del móvil, corriendo a casa de mi hermano a enviar currículums si veo que hay alguna buena oferta en el infojobs, sin poder actualizar este blog, que sé que lo echáis de menos, y sin poder descargarme los entrenamientos del gps, y todo el mundo sabe que un entrenamiento no sirve de nada si no te lo bajas al ordenador para poder constatar que se ha hecho.
No sé qué me da mas miedo: el tiempo que estoy y voy a estar sin ordenador, con las incomodidades que eso acarrea, o la dependencia que siento que el bicho está logrando por mi parte. Reconozco que en mi situación (trabajador en paro, no parado, en búsqueda de reinserción en el mercado laboral aún a sabiendas que el trabajo no dignifica ni nada parecido) el ordenador me es muy útil. Puedo consultar ofertas de empleo, diseñar y enviar mis currículums y buscar formación que complemente la que ya tengo. Pero precisamente por estas facilidades que me da el ordenador hace casi cuatro meses que apenas salgo de casa. Es cierto que a ello contribuye el hecho de que con la climatología propia del invierno, con las niñas, es más complicado salir. Pero también es cierto que con las páginas de búsqueda de empleo, bastante ineficaces por cierto, y los cursos online no hay necesidad de moverse de casa para nada. Todo está a un click de distancia y siento haber sonado como un anuncio de Telefónica.
A este paso me voy a convertir en una especie de oso hormiguero en hibernación metido en mi cueva. Y puede que así me dé cuenta de que la sociedad está contra mí y que les mande a todos un buen virus. Si no fuera porque no tengo ni puta idea de cómo se hacen.