Sigo fielmente una tradición desde que, hace ahora cuatro años, debuté en maratón. El lunes posterior a la carrera, e independientemente del resultado obtenido, me compro un bote de helado de los grandes, de un litro, me siento tranquilamente y me lo como del tirón, sin piedad ni remordimientos. Podríamos decir que se trata de un premio de consolación o una compensación por el sufrimiento y esfuerzo de los meses anteriores. El primer año recuerdo que fue helado de Dulce de Leche, delicioso. Este año ha tocado Vainilla, no menos bueno.
Han pasado casi seis meses y más de mil kilómetros desde que empecé a preparar el maratón y el resultado es el que figura en el título de esta entrada. A pesar de no haber alcanzado el objetivo que me había marcado no puedo decir que me sienta decepcionado ya que disfruté mucho de la carrera, de casi toda, y ésta ha sido mi mejor marca. Desde luego una marca impensable hace cuatro años en mi primera incursión en la distancia. Un exceso de locuacidad bloguera me llevo a fijarme como objetivo bajar de tres horas y quince minutos y, a pesar de que los primeros entrenamientos parecían indicar que la meta era totalmente inalcanzable, cerca he estado. Empiezo a creer que, con el suficiente tesón y el entrenamiento adecuado, cualquier límite es asequible. Incluso aquellos que, aún hoy, suenan a quimeras imposibles. Cualquiera que conozca el maratón entiende de qué frontera hablo aunque no la nombraré para no parecer pretencioso ni quedar, otra vez, esclavizado por mis palabras.
La carrera en sí discurrió de forma muy similar a la del año pasado (cómo lamento no haber tenido blog entonces para haber podido contarlo): un primer tramo de agarrotamiento y dudas seguido por 25 kilómetros, los internedios, bastante cómodos, a velocidad de crucero, y una parte final que marca las diferencias entre ambas carreras. Donde el año pasado hubo euforia este año ha habido bajón y sufrimiento para poder llegar a meta. Afortunadamente éste sufrimiento se vio atenuado por la presencia de un compañero de club que me dio ánimos y conversación en los duros kilómetros finales. Buena parte del éxito es suya. Lo que no cambia, y espero que nunca lo haga, es la emoción indescriptible que se siente al recorrer esos últimos 195 metros. Además yo, este año, lo hice con un chupete en la boca para dedicárselo a mis hijas. Creo que esto se podría convertir en una nueva tradición.
Mentiría si dijera que, a día de hoy, he empezado a pensar en la próxima maratón. En realidad empecé a hacerlo dos horas después de terminar de correr. Mientras trataba de recuperarme de la descomposición de estómago que me provocó el esfuerzo dos pensamientos se entrecruzaban en mi mente: ¿Qué debo cambiar/añadir en mis entrenamientos para rebajar la marca obtenida? y ¿seré capaz de comerme un litro de helado en medio de una gastroenteritis?. Lo fui.