viernes, 30 de abril de 2010

Si no te escucho, grita

Diremos que se llamaban Juan y Ana, por decir algo, pero en realidad no sé si he olvidado sus verdaderos nombres o es que nunca llegué a saberlos.
Ella era guapa, muy guapa. El no. A lo mejor ella tampoco lo era pero resplandecía en comparación con él. Digamos que ella era un 7,5 y él un 5 justito los días buenos.
El regentaba una cafetería/pub donde matábamos las tardes a base de cervezas y donde empezábamos la fiesta los viernes y sábados por la noche. Ella era su novia. No pegaban para nada. Una chica atractiva, de una familia bien, con un tío más bien corriente que no tenía, en principio, donde caerse muerto.
Admirábamos a aquel tío. Lo tenía todo. Al menos todo lo que unos críos de 18 años pueden considerar como vital. Es increíble lo poco que hace falta a ciertas edades para crear un ídolo.
A base de acudir asiduamente acabamos por entablar una buena relación con él. No lo calificaría de amistad, ya he dicho que no recuerdo ni su nombre real, pero si de colegueo entrañable. Jamás nos invitó a una caña pero nos dio buenos consejos musicales. En una época en la que abundaba el bacalao y similares su local era un oasis en lo que a música se refiere. Con ella jamás pasamos de los saludos de cortesía aunque yo no podía evitar tenerle una enorme simpatía.
El local tenía solera, más de cincuenta años con diferentes dueños. Por allí habían tomado sus cañas o sus carajillos mi abuelo y mi padre antes que yo y eso hacía que le tuviera cierto cariño.
La cosa empezó a torcerse hacia la primavera de 1998. Un día el dejó de aparecer por el local. Los rumores decían que estaba en una clínica de desintoxicación por temas de drogas y que había sufrido una depresión. Era una versión creíble, lo sabíamos. También decían que ella le había dejado. Justo en el peor momento.
Supimos después que el local tenía uno de esos alquileres de renta antigua y que los dueños no estaban haciendo las reparaciones necesarias para que se mantuviera en condiciones, con ello peligraba la licencia de apertura del bar. Al poco tiempo cerró y entendimos los motivos de todo. Al menos de la depresión.
Jamás volvimos a verle. Ignoro si logro desintoxicarse aunque espero que así fuera.
A ella si que seguimos viéndola. Empezó a salir con otro tío, alguien más acorde a su nivel social, y poco después se casaron. Si antes había resultado fácil subirle a él a un pedestal no menos facil nos resultó denostarla a ella por semejante traición. En realidad la única traición que se había producido, si es que había existido alguna, era a la imagen idealizada que teníamos de ella. Ya he dicho que eramos unos críos de 18 años.
Hace poco volví a verla. Paseaba con su marido. El empujaba el carrito de un bebe y ella llevaba de la mano a una niña de pocos años. Se la veía feliz. Me sorprendió comprobar que, después de más de 15 años, seguía cayéndome mal y que, para ser sinceros, tampoco era tan guapa.

jueves, 8 de abril de 2010

Miedo

No sé si lo he escrito de manera explícita o si, a través de las entradas anteriores se ha podido deducir. Creo que no. Por si acaso y para contextualizar esta entrada lo confesaré: soy futbolero, muy futbolero y, además, madridista.
No recuerdo cuando empezó a gustarme el fútbol pero algunos de los recuerdos más antiguos que alcanzo a vislumbrar me sitúan, junto a mi padre o mi abuelo, en un campo o frente a un televisor viendo un partido. Así, por ejemplo, me acuerdo de los tres viendo un Valencia - Osasuna en el Luis Casanova (empate a uno) con el Valencia jugando con la equipación de la senyera. O en casa durante el Mundial de Mexico - 86, cuando mi padre trasladó el televisor a mi habitación para que lo vieramos allí y yo me pase varios días pintando una pancarta que decía Aupa España.
Puede que haya sensaciones mejores, mas intensas o mas duraderas, pero una de mis preferidas es la que percibo cuando, siempre lentamente, asciendo las escaleras que dan acceso a los vomitorios de un campo de fútbol y poco a poco aparece ante mí el estadio. Si es un partido en horario nocturno, con iluminación artificial, mejor.
Dicho esto, y tras confesarme madridista, debo reconocer que hay dos partidos durante la temporada que no disfruto lo más mínimo. Se trata de los dos partidos, ida y vuelta, que enfrentan en liga al Madrid y al Barcelona. No me compensa el posible regocijo de la victoria con el sufrimiento de la derrota. Cuando tu hermano, sangre de tu sangre, es culé declarado y tu mejor amigo es tan fanático que a su lado Joan Gaspart pasaría por ser un aficionado frío las consecuencias de una derrota son crueles y duraderas. Además se da el caso de que yo no encuentro especial regocijo en la humillación del adversario vencido, lo que no quiere decir que no la practique, por lo que, como ya he dicho, encuentro mayor dolor en la derrota que placer en la victoria.
El clásico de este año, otro partido del siglo, se presenta en mi opinión muy desnivelado. Suerte tendremos si, como el año pasado, no nos meten seis. Otra lectura previa me parecería cegada por el fanatismo. Por supuesto fumbol es fumbol, juegan once contra once y el furgol es asín, por lo que todo puede suceder pero, ¿qué queréis que os diga?, yo llevo una semana destemplado (el partido del martes entre el Barcelona y el Arsenal no ha ayudado mucho) y mucho me temo que la que viene puede ser peor.
El espejismo del liderato frente a este Barcelona debe ser efímero. Únicamente el paupérrimo nivel del resto de equipos de la liga ha permitido al Madrid mantenerse ahí y jugarse la liga en los dos partidos contra el Barcelona. Ya sabemos lo que pasó en el primero y mucho me temo lo que ocurrirá en el segundo.
Por supuesto, si los dioses del fútbol nos son favorables y ganamos (no nos vale el empate para continuar líderes) negaré rotundamente haber dudado del equipo y me dedicaré, con deleite y frenesí, a sonrojar a mis amigos culés. Sin embargo, a día de hoy, lo único que siento es miedo, mucho miedo.