miércoles, 21 de noviembre de 2012

Exorcismo


Son las 5:55 de la mañana del día de mi cumpleaños. 37 años. Mi hija me despierta porque quiere ir al baño. La acompaño y la devuelvo a su cama. Ya puestos decido quedarme en pie porque, a pesar de ser domingo, quedan solo un par de minutos para que suene mi despertador. Hoy corro un Maratón y me gusta desayunar tres horas antes de la salida.
Hace tiempo que no siento tanto miedo ante la perspectiva de ponerme en la salida de un Maratón. Han pasado más de dos años desde mi última vez, Berlín 2010, y el año pasado abandoné la preparación por unas molestias físicas y porque, para ser sinceros, no me sentía preparado para afrontarlo.

Esta mañana las cosas empiezan a torcerse desde bien pronto. Si decido madrugar tanto es para que me dé tiempo a desayunar con calma y, sobretodo, a ir al baño las veces necesarias para sentir el cuerpo ligero. Hoy eso no funciona. No voy y me siento hinchado y pesado. Además ayer cené demasiado y me lo reprocho mentalmente: a veces pareces nuevo en esto.
Salgo de casa con tiempo y el cielo está, contra todo pronóstico, despejado. Parece una buena señal aunque luego no lo será tanto. Llego a Valencia. Aparco el coche cerca de la salida y me marcho hacía la zona que tiene la organización habilitada como guardarropa. Se me hace rara la cantidad de gente que hay. El censo del Maratón se ha triplicado y, además, se corre en paralelo una carrera de 10 kilómetros lo que hace que a esas horas 15.000 personas ronden la zona de salida. No conozco a nadie. No veo camisetas de clubs conocidos de la zona, los que solían estar en las salidas de otras ediciones del Maratón. Están allí, por supuesto, pero se pierden entre la multitud de corredores, muchos de ellos extranjeros, que se han dado cita.

Lo peor de todo es que no localizo a nadie de mi club y tenía ganas de verlos. La carrera a pie, porque lo que yo hago no es atletismo, no es un deporte individual, al menos no para mí. En un rato voy a tener sobrados motivos para reafirmarme en este pensamiento.

Por fin, cuando ya me dirijo a calentar, localizo a dos compañeros. Paco y Richard llevan idea de rodar a un ritmo similar al mío. Más lentos que mis pretensiones iniciales pero muy acordes con la realidad de mi entrenamiento. Un momento después nos cruzamos con otros tres, Fernando, Rafa y Jorge, que nos saludan con prisas porque ya están trotando. A nosotros apenas nos da tiempo a trotar y estirar un poco antes de encajonarnos para la salida.

Los nervios aumentan. Después de mucho tiempo me veo en la salida de un Maratón. Vuelvo a tener la piel de gallina y me emociono. Aún no he empezado a correr pero estoy seguro de que mi pulsómetro, si lo llevara puesto, marcaría un número de pulsaciones exagerado. Por fin se da la salida, pero es en falso. El disparo de una traca ha provocado que los primeros atletas salgan y ahora hay que volver atrás. No es fácil hacer retroceder a tanta gente pero se consigue. Los corredores bromeamos. No sé porqué lo harán los demás pero yo no puedo callarme cuando estoy nervioso. A mi lado una mujer joven, no me preguntéis porqué pero sé que es extranjera, se pone en cuclillas, se aparta a un lado la tela del pantalón corto y orina. No puedo reprochárselo, si yo pudiera haría lo mismo. Por fin se da la salida buena y empezamos a correr.

Tengo la sensación de que para muchos de los que me rodean esta va a ser su primera maratón. Hay muchos nervios, la gente no para de cruzarse con el consiguiente riesgo de caídas y muchas veces es para intentar recortar subiéndose a una acera ante la proximidad de un giro. Parece que estemos en una Carrera Popular de 8 kilómetros y me temo que muchos de estos corredores pagarán al final estos excesos.

Al fondo veo el globo de un práctico. Poco a poco lo alcanzamos, sigo corriendo con mis compañeros de equipo, y me sorprendo al ver que es el que debe acabar la carrera en 4 horas y media. Para ir bien yo debo rodar entre los prácticos de 3:15 y 3:30.

Llegamos al kilómetro 5. Mi ritmo de carrera es bueno, entre cuatro minutos cuarenta y cinco y cuatro minutos cincuenta por kilómetro, conservador para mis pretensiones. He adelantado a los globos de 4:30 y 4:00 y me encuentro justo detrás del de 3:30. Estoy ansioso por adelantarlo, lo noto. No me gusta correr tan rodeado de gente, los avituallamientos pueden ser un caos en estos casos. Aprieto un poco el ritmo y me pongo por delante. Ya voy solo, mis compañeros han preferido quedarse en el grupo. A partir de ahora, pienso, se trata sólo de mantener un ritmo cómodo y dejar pasar los kilómetros hasta el momento en que empiece de verdad el maratón, allá por el kilómetro 32.

Poco después empieza a dolerme la rodilla, el tendón rotuliano. Lo sé porque es una lesión que ya he sufrido hace años. Para ser sinceros lo esperaba. Esta semana he entrenado con dolor. Empezó el miércoles por la noche y se repitió el viernes. Demasiado tarde para atajarlo con un masaje. Lo único que se me ha ocurrido ha sido colocarme una cinta presionando la rodilla a la altura del tendón, evidentemente no ha funcionado. No pasa nada, me digo, hay que aguantar el dolor como tantas otras veces y tal vez en unos kilómetros desaparezca como ha hecho en algunas de esas ocasiones. Recuerdo el lema que leí el día anterior en una camiseta durante la recogida de dorsales: “El dolor es obligatorio, el sufrimiento es opcional”. A partir de ahora creo que voy a tener bastante de ambos.

Llegamos al kilómetro 10 y me he acoplado a un grupo de gente que conozco de vista. Llevan intención de rodar a 4:50 el kilómetro y creo que, en mis circunstancias, es un buen ritmo. El dolor de las rodillas aparece y desaparece. En ese momento entre el público alguien grita mi nombre, me giro y veo a otros tres compañeros de club que han salido a animarnos. Sus gritos me provocan un subidón de energía, levanto la cabeza, alargo la zancada y corro algo más fluido. Los misterios del corredor, no solo son piernas.

Observo una escena curiosa: un corredor nos adelanta por la derecha mientras otro, que corría tras él, le increpa por cruzarse. El primero responde a su vez en voz alta y sigue adelante. Menos de 10 segundos después se vuelve, extiende la mano y pide perdón. El primer corredor acepta las disculpas y no hay más que decir. Pienso que esto sólo puede verse en un Maratón y reprimo un grito de ¡Que se besen!. Me parece mentira seguir teniendo ganas de broma.

Al paso por el kilómetro 15 empiezo a notarme bajo de fuerzas y esto ya no es normal. Hace mucho calor y la humedad es muy alta. He sudado mucho y esto ha provocado que el roce de la zapatilla se transforme en una ampolla. A cada paso duele. El dolor de rodilla se ha instalado definitivamente y va en aumento. El grupo en el que iba se ha disgregado y empiezo a pensar en lo largo que se me va a hacer el Maratón.

En el kilómetro 20 ya sé que no voy a terminar la carrera. El muro ha llegado. Demasiado pronto, lo sé. El Maratón, para mí, siempre ha tenido una fase de sufrimiento pero esta nunca ha comenzado antes del kilómetro 30. Hasta ese momento ha sido una fiesta, un rodaje entre amigos a velocidad de crucero dejando pasar los kilómetros sin apenas darme cuenta. No ha sido así esta vez, no he estado cómodo en ningún momento, no he disfrutado, no he encontrado mi ritmo por muy lento que he intentado rodar, aun habiendo bajado mucho el ritmo en los últimos kilómetros. Pensar en todo lo que me queda por delante me supera.

Cuando pasamos por el Medio Maratón el crono aún marca un buen tiempo pero sé que es totalmente irreal. He bajado el ritmo ostensiblemente y no para de adelantarme gente, incluido el grupo de 3:30. Me propongo no caminar hasta el kilómetro 25 y lo cumplo. Principalmente porque estamos en el Bulevar Sur, que se corre en los dos sentidos, y entre la multitud que, este año sí, se agolpa en las aceras he visto a dos conocidos y no me apetece que me vean caminando a la vuelta. Una vez llegados al avituallamiento paro y me bebo tranquilamente una botella de agua.

Arranco de nuevo. Acaban de adelantarme mis primeros compañeros de viaje, Richard y Paco, y poco después lo hace otro compañero, Carmelo. Me concentro en pensar que solamente me quedan 7 kilómetros para abandonar porque en el kilómetro 32 se pasa junto a la meta y es el punto ideal para salirme. Si pudiera lo haría antes. Extrañamente empiezo a encontrarme algo mejor. Supongo que influye el hecho de que he bajado el ritmo y el haberme echado Reflex en la rodilla, lo que provoca una disminución del dolor. Sin embargo lo que más me ha animado, nuevamente, ha sido ver a mis compañeros de equipo animando. Van en bici y, esta vez, ruedan un poco junto a mí animándome. Hacen que me emocione e, incluso, empiezo a pensar en la posibilidad de terminar la carrera a este ritmo, sin pretensiones.

Llegamos a la parte más dura de la carrera, los túneles de La Pechina. Ya hace tiempo que no miro el cronómetro y no marco en el mismo el paso por cada kilómetro. Ya me da igual. A la entrada del túnel me sorprende la música que sale de dentro. Hay varios altavoces enormes colgando de las barandillas y la música, literalmente, rebota entre el techo y las paredes provocando una euforia brutal en los corredores. Lástima que las piernas no puedan responder a ese estímulo, no hay fuerzas. Vuelvo a pensar en que, otros años, al paso por ese punto todavía tenía fuerzas. Echo de menos mi estado de forma de entonces. A la salida de los túneles me topo de bruces con la cruda realidad: llevo 29 kilómetros, los 9 últimos sufriendo, he parado a caminar tres veces, me duele la rodilla y la ampolla del pie está creciendo. Desecho la posibilidad de acabar la carrera, ha sido una locura transitoria.

El paso por la Alameda es especialmente duro. Necesito volver a parar a caminar y está repleto de gente. Esta carrera está dejando mi orgullo atlético hecho unos zorros. Llegamos a la rotonda del Parotet y giramos hacia la Avenida de Baleares. Esto no es lo que yo tenía previsto, pensaba que íbamos a pasar más cerca de la meta y empiezo a dudar en el lugar adecuado para abandonar. Al fondo intuyo que la carrera gira a la izquierda, alejándose de la meta, por lo que no puedo retrasar más lo inevitable.

En ese momento vislumbro, frente a mí, el chándal verde de mi club y sobre él una cara conocida. Carlos observa la carrera junto a su familia. Su primera reacción es lanzarme un grito de ánimo pero al verme llegar junto a él creo que comprende de golpe la situación. Le cuento mis dolores y mi decisión de salirme. En alguna ocasión finjo tocarme la rodilla porque no quiero que vea que estoy a punto de echarme a llorar por la frustración. El me echa una mano sobre el hombro sin importarle que vaya chorreando sudor y me anima. Finalmente salgo del trazado de la carrera y me acompañan un trozo hacía la meta. Cuando nos despedimos Carlos me abraza para darme ánimos y yo tengo que volver a ocultar mi cara porque, ahora sí, estoy a punto de ponerme a llorar a lágrima viva.

Llego caminando hasta la parte de atrás de la meta del Maratón. Ya son bastantes los corredores que han acabado y están recogiendo sus bolsas. Yo, evidentemente, no he cruzado la meta así que para recoger mi bolsa debo acceder por la salida habilitada para los corredores que se encuentra vigilada. Me toca explicarle al vigilante que me he retirado y necesito recoger mis pertenencias. Verbalizar mi situación ante un extraño no es, precisamente, la mejor parte de la mañana. Me deja pasar, me acerco a una de las chicas que vigilan las bolsas de los corredores y le pido la mía. En cuanto me la dan salgo en busca de mi coche. Ahora no tengo ganas de encontrarme con nadie.

El Maratón no es una ciencia compleja. En esta carrera vales lo que has entrenado, ni más ni menos, y yo no he entrenado lo suficiente. En ocasiones ni siquiera un buen entrenamiento te asegura una buena carrera porque son otros muchos los factores que pueden influir. Me planté en la línea de salida con una preparación escasa y el General Maratón me dio un revolcón y me puso en mi sitio, independientemente de las lesiones que arrastraba. He entrenado este Maratón en cinco o seis ciudades diferentes de otras tantas provincias debido a los viajes que me obliga a hacer mi trabajo. He corrido a altas horas de la noche y a primerísima hora de la mañana. Y no importa. El Maratón quiere un mínimo de Kilómetros de preparación y no te los va a convalidar por un número inferior por mucho que te haya costado reunirlo. Ahora lo sé. En cierto modo siempre lo he sabido.

Pero volveré. Más pronto que tarde volveré a verme en la línea de salida de un Maratón, espero que con los deberes hechos, y me quitaré la espina que se me ha quedado clavada en esta ocasión. Y me sabrá a gloria.