miércoles, 21 de noviembre de 2012

Exorcismo


Son las 5:55 de la mañana del día de mi cumpleaños. 37 años. Mi hija me despierta porque quiere ir al baño. La acompaño y la devuelvo a su cama. Ya puestos decido quedarme en pie porque, a pesar de ser domingo, quedan solo un par de minutos para que suene mi despertador. Hoy corro un Maratón y me gusta desayunar tres horas antes de la salida.
Hace tiempo que no siento tanto miedo ante la perspectiva de ponerme en la salida de un Maratón. Han pasado más de dos años desde mi última vez, Berlín 2010, y el año pasado abandoné la preparación por unas molestias físicas y porque, para ser sinceros, no me sentía preparado para afrontarlo.

Esta mañana las cosas empiezan a torcerse desde bien pronto. Si decido madrugar tanto es para que me dé tiempo a desayunar con calma y, sobretodo, a ir al baño las veces necesarias para sentir el cuerpo ligero. Hoy eso no funciona. No voy y me siento hinchado y pesado. Además ayer cené demasiado y me lo reprocho mentalmente: a veces pareces nuevo en esto.
Salgo de casa con tiempo y el cielo está, contra todo pronóstico, despejado. Parece una buena señal aunque luego no lo será tanto. Llego a Valencia. Aparco el coche cerca de la salida y me marcho hacía la zona que tiene la organización habilitada como guardarropa. Se me hace rara la cantidad de gente que hay. El censo del Maratón se ha triplicado y, además, se corre en paralelo una carrera de 10 kilómetros lo que hace que a esas horas 15.000 personas ronden la zona de salida. No conozco a nadie. No veo camisetas de clubs conocidos de la zona, los que solían estar en las salidas de otras ediciones del Maratón. Están allí, por supuesto, pero se pierden entre la multitud de corredores, muchos de ellos extranjeros, que se han dado cita.

Lo peor de todo es que no localizo a nadie de mi club y tenía ganas de verlos. La carrera a pie, porque lo que yo hago no es atletismo, no es un deporte individual, al menos no para mí. En un rato voy a tener sobrados motivos para reafirmarme en este pensamiento.

Por fin, cuando ya me dirijo a calentar, localizo a dos compañeros. Paco y Richard llevan idea de rodar a un ritmo similar al mío. Más lentos que mis pretensiones iniciales pero muy acordes con la realidad de mi entrenamiento. Un momento después nos cruzamos con otros tres, Fernando, Rafa y Jorge, que nos saludan con prisas porque ya están trotando. A nosotros apenas nos da tiempo a trotar y estirar un poco antes de encajonarnos para la salida.

Los nervios aumentan. Después de mucho tiempo me veo en la salida de un Maratón. Vuelvo a tener la piel de gallina y me emociono. Aún no he empezado a correr pero estoy seguro de que mi pulsómetro, si lo llevara puesto, marcaría un número de pulsaciones exagerado. Por fin se da la salida, pero es en falso. El disparo de una traca ha provocado que los primeros atletas salgan y ahora hay que volver atrás. No es fácil hacer retroceder a tanta gente pero se consigue. Los corredores bromeamos. No sé porqué lo harán los demás pero yo no puedo callarme cuando estoy nervioso. A mi lado una mujer joven, no me preguntéis porqué pero sé que es extranjera, se pone en cuclillas, se aparta a un lado la tela del pantalón corto y orina. No puedo reprochárselo, si yo pudiera haría lo mismo. Por fin se da la salida buena y empezamos a correr.

Tengo la sensación de que para muchos de los que me rodean esta va a ser su primera maratón. Hay muchos nervios, la gente no para de cruzarse con el consiguiente riesgo de caídas y muchas veces es para intentar recortar subiéndose a una acera ante la proximidad de un giro. Parece que estemos en una Carrera Popular de 8 kilómetros y me temo que muchos de estos corredores pagarán al final estos excesos.

Al fondo veo el globo de un práctico. Poco a poco lo alcanzamos, sigo corriendo con mis compañeros de equipo, y me sorprendo al ver que es el que debe acabar la carrera en 4 horas y media. Para ir bien yo debo rodar entre los prácticos de 3:15 y 3:30.

Llegamos al kilómetro 5. Mi ritmo de carrera es bueno, entre cuatro minutos cuarenta y cinco y cuatro minutos cincuenta por kilómetro, conservador para mis pretensiones. He adelantado a los globos de 4:30 y 4:00 y me encuentro justo detrás del de 3:30. Estoy ansioso por adelantarlo, lo noto. No me gusta correr tan rodeado de gente, los avituallamientos pueden ser un caos en estos casos. Aprieto un poco el ritmo y me pongo por delante. Ya voy solo, mis compañeros han preferido quedarse en el grupo. A partir de ahora, pienso, se trata sólo de mantener un ritmo cómodo y dejar pasar los kilómetros hasta el momento en que empiece de verdad el maratón, allá por el kilómetro 32.

Poco después empieza a dolerme la rodilla, el tendón rotuliano. Lo sé porque es una lesión que ya he sufrido hace años. Para ser sinceros lo esperaba. Esta semana he entrenado con dolor. Empezó el miércoles por la noche y se repitió el viernes. Demasiado tarde para atajarlo con un masaje. Lo único que se me ha ocurrido ha sido colocarme una cinta presionando la rodilla a la altura del tendón, evidentemente no ha funcionado. No pasa nada, me digo, hay que aguantar el dolor como tantas otras veces y tal vez en unos kilómetros desaparezca como ha hecho en algunas de esas ocasiones. Recuerdo el lema que leí el día anterior en una camiseta durante la recogida de dorsales: “El dolor es obligatorio, el sufrimiento es opcional”. A partir de ahora creo que voy a tener bastante de ambos.

Llegamos al kilómetro 10 y me he acoplado a un grupo de gente que conozco de vista. Llevan intención de rodar a 4:50 el kilómetro y creo que, en mis circunstancias, es un buen ritmo. El dolor de las rodillas aparece y desaparece. En ese momento entre el público alguien grita mi nombre, me giro y veo a otros tres compañeros de club que han salido a animarnos. Sus gritos me provocan un subidón de energía, levanto la cabeza, alargo la zancada y corro algo más fluido. Los misterios del corredor, no solo son piernas.

Observo una escena curiosa: un corredor nos adelanta por la derecha mientras otro, que corría tras él, le increpa por cruzarse. El primero responde a su vez en voz alta y sigue adelante. Menos de 10 segundos después se vuelve, extiende la mano y pide perdón. El primer corredor acepta las disculpas y no hay más que decir. Pienso que esto sólo puede verse en un Maratón y reprimo un grito de ¡Que se besen!. Me parece mentira seguir teniendo ganas de broma.

Al paso por el kilómetro 15 empiezo a notarme bajo de fuerzas y esto ya no es normal. Hace mucho calor y la humedad es muy alta. He sudado mucho y esto ha provocado que el roce de la zapatilla se transforme en una ampolla. A cada paso duele. El dolor de rodilla se ha instalado definitivamente y va en aumento. El grupo en el que iba se ha disgregado y empiezo a pensar en lo largo que se me va a hacer el Maratón.

En el kilómetro 20 ya sé que no voy a terminar la carrera. El muro ha llegado. Demasiado pronto, lo sé. El Maratón, para mí, siempre ha tenido una fase de sufrimiento pero esta nunca ha comenzado antes del kilómetro 30. Hasta ese momento ha sido una fiesta, un rodaje entre amigos a velocidad de crucero dejando pasar los kilómetros sin apenas darme cuenta. No ha sido así esta vez, no he estado cómodo en ningún momento, no he disfrutado, no he encontrado mi ritmo por muy lento que he intentado rodar, aun habiendo bajado mucho el ritmo en los últimos kilómetros. Pensar en todo lo que me queda por delante me supera.

Cuando pasamos por el Medio Maratón el crono aún marca un buen tiempo pero sé que es totalmente irreal. He bajado el ritmo ostensiblemente y no para de adelantarme gente, incluido el grupo de 3:30. Me propongo no caminar hasta el kilómetro 25 y lo cumplo. Principalmente porque estamos en el Bulevar Sur, que se corre en los dos sentidos, y entre la multitud que, este año sí, se agolpa en las aceras he visto a dos conocidos y no me apetece que me vean caminando a la vuelta. Una vez llegados al avituallamiento paro y me bebo tranquilamente una botella de agua.

Arranco de nuevo. Acaban de adelantarme mis primeros compañeros de viaje, Richard y Paco, y poco después lo hace otro compañero, Carmelo. Me concentro en pensar que solamente me quedan 7 kilómetros para abandonar porque en el kilómetro 32 se pasa junto a la meta y es el punto ideal para salirme. Si pudiera lo haría antes. Extrañamente empiezo a encontrarme algo mejor. Supongo que influye el hecho de que he bajado el ritmo y el haberme echado Reflex en la rodilla, lo que provoca una disminución del dolor. Sin embargo lo que más me ha animado, nuevamente, ha sido ver a mis compañeros de equipo animando. Van en bici y, esta vez, ruedan un poco junto a mí animándome. Hacen que me emocione e, incluso, empiezo a pensar en la posibilidad de terminar la carrera a este ritmo, sin pretensiones.

Llegamos a la parte más dura de la carrera, los túneles de La Pechina. Ya hace tiempo que no miro el cronómetro y no marco en el mismo el paso por cada kilómetro. Ya me da igual. A la entrada del túnel me sorprende la música que sale de dentro. Hay varios altavoces enormes colgando de las barandillas y la música, literalmente, rebota entre el techo y las paredes provocando una euforia brutal en los corredores. Lástima que las piernas no puedan responder a ese estímulo, no hay fuerzas. Vuelvo a pensar en que, otros años, al paso por ese punto todavía tenía fuerzas. Echo de menos mi estado de forma de entonces. A la salida de los túneles me topo de bruces con la cruda realidad: llevo 29 kilómetros, los 9 últimos sufriendo, he parado a caminar tres veces, me duele la rodilla y la ampolla del pie está creciendo. Desecho la posibilidad de acabar la carrera, ha sido una locura transitoria.

El paso por la Alameda es especialmente duro. Necesito volver a parar a caminar y está repleto de gente. Esta carrera está dejando mi orgullo atlético hecho unos zorros. Llegamos a la rotonda del Parotet y giramos hacia la Avenida de Baleares. Esto no es lo que yo tenía previsto, pensaba que íbamos a pasar más cerca de la meta y empiezo a dudar en el lugar adecuado para abandonar. Al fondo intuyo que la carrera gira a la izquierda, alejándose de la meta, por lo que no puedo retrasar más lo inevitable.

En ese momento vislumbro, frente a mí, el chándal verde de mi club y sobre él una cara conocida. Carlos observa la carrera junto a su familia. Su primera reacción es lanzarme un grito de ánimo pero al verme llegar junto a él creo que comprende de golpe la situación. Le cuento mis dolores y mi decisión de salirme. En alguna ocasión finjo tocarme la rodilla porque no quiero que vea que estoy a punto de echarme a llorar por la frustración. El me echa una mano sobre el hombro sin importarle que vaya chorreando sudor y me anima. Finalmente salgo del trazado de la carrera y me acompañan un trozo hacía la meta. Cuando nos despedimos Carlos me abraza para darme ánimos y yo tengo que volver a ocultar mi cara porque, ahora sí, estoy a punto de ponerme a llorar a lágrima viva.

Llego caminando hasta la parte de atrás de la meta del Maratón. Ya son bastantes los corredores que han acabado y están recogiendo sus bolsas. Yo, evidentemente, no he cruzado la meta así que para recoger mi bolsa debo acceder por la salida habilitada para los corredores que se encuentra vigilada. Me toca explicarle al vigilante que me he retirado y necesito recoger mis pertenencias. Verbalizar mi situación ante un extraño no es, precisamente, la mejor parte de la mañana. Me deja pasar, me acerco a una de las chicas que vigilan las bolsas de los corredores y le pido la mía. En cuanto me la dan salgo en busca de mi coche. Ahora no tengo ganas de encontrarme con nadie.

El Maratón no es una ciencia compleja. En esta carrera vales lo que has entrenado, ni más ni menos, y yo no he entrenado lo suficiente. En ocasiones ni siquiera un buen entrenamiento te asegura una buena carrera porque son otros muchos los factores que pueden influir. Me planté en la línea de salida con una preparación escasa y el General Maratón me dio un revolcón y me puso en mi sitio, independientemente de las lesiones que arrastraba. He entrenado este Maratón en cinco o seis ciudades diferentes de otras tantas provincias debido a los viajes que me obliga a hacer mi trabajo. He corrido a altas horas de la noche y a primerísima hora de la mañana. Y no importa. El Maratón quiere un mínimo de Kilómetros de preparación y no te los va a convalidar por un número inferior por mucho que te haya costado reunirlo. Ahora lo sé. En cierto modo siempre lo he sabido.

Pero volveré. Más pronto que tarde volveré a verme en la línea de salida de un Maratón, espero que con los deberes hechos, y me quitaré la espina que se me ha quedado clavada en esta ocasión. Y me sabrá a gloria.

lunes, 7 de junio de 2010

Alto a la autoridad

En ocasiones circulamos por la vida y una situación real nos evoca otra ficticia. Tal vez algo que hemos leído o hemos visto en una pantalla de cine. Ayer mismo me ocurrió a mi.
Me encantaría poder decir que la situación en cuestión me trasladó a alguna cita de Nietzsche o Kant o, tal vez, a algún pasaje de "Cien años de Soledad" o "El guardián entre el centeno" (las dos obras literarias más sobrevaloradas de la historia de las obras literarias), pero no fue el caso. Desgraciadamente yo tuve ocasión de revivir ayer una película de Esteso y Pajares (dignísimos profesionales, por otro lado) y es que cada uno tiene el bagaje cultural que se merece.
No recuerdo el nombre de la película en cuestión. Recuerdo que los susodichos Fernando y Andrés atracaban una sucursal bancaria. Imagino que por allí andaría también Antonio Ozores y, seguramente, Juanito Navarro. El caso es que la cosa se iba complicando y los atracadores, al final decidían entregarse. O lo intentaban, porque la policía no hacía nada por detenerlos, es más, en el colmo del despropósito les ayudaban a escapar empujando el coche que no les arrancaba. Este fue mi "deja vu" de ayer, mas o menos.
Si alguno de vosotros ha visitado alguna vez Cullera, concretamente su paseo, habrá comprobado que éste se encuentra repleto de puestos de venta ambulante "regentados", en su gran mayoría, por inmigrantes subsaharianos. En ocasiones he asistido en primera fila a alguna que otra carrerita de los vendedores ambulantes ante la llegada de la Policía local. Normalmente recogían las mantas con los CD's y DVD's de un tirón y corrían a la arena. Ya se daba entonces la ridícula situación de que los manteros tras desmontar la parada y salir por piernas permanecían junto al paseo , dentro de la playa, mientras la policía patrullaba tranquilamente a escasos cinco metros. Parecía como si estuviesen jugando al escondite y la arena fuese un refugio en el que no pudieran ser pillados. En cuanto los locales caminaban diez pasos los ambulantes saltaban el murete y reconstruían las tiendas. Como he dicho la situación siempre me pareció ridícula pero la justificaba, a medias, pensando que se trataba de la policía local y ya sabemos que ésta se encuentra en el primer peldaño, por abajo, en la escala evolutiva de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado.
Lo de ayer fue una vuelta de tuerca más y esta vez con la Guardia Civil de protagonista. Estamos perdiendo hasta los valores más sólidos. Los manteros se han modernizado y han diversificado el negocio. Supongo que han hecho un estudio de mercado y han averiguado que las marujas playeras pierden el culo por los bolsos de imitación. También venden ropa interior pero eso tiene menos salida, creo. El caso es que ahora entre manta de CD's y manta de DVD's hay una de bolsos, mantas enormes por cierto y con montones de bolsos. Evidentemente una manta llena de bolsos de Louis Vuitton no es tan fácil de recoger como otra con los grandes éxitos de El Fary. Yo me dí cuenta ayer. Paseaba por la zona cuando percibí el alboroto y las carreras que antes he descrito. Muchos de los vendedores habían recogido y corrían y, a escasos 50 metros, una pareja de la benemérita se aproximaba amenazante. Frente a ellos, a una distancia que mi difunta abuela tardaría 10 segundos en recorrer, varios inmigrantes jóvenes recogían su mercancía, bolsos, introduciéndola en grandes bolsas de plástico. Sin prisa pero sin pausa, podría decirse, pero sobretodo sin miedo, sabedores de que los civiles no tenían la mas mínima intención de detenerlos. Y es que la pareja, lejos de acelerar para pillar a los delincuentes (podemos discutir largo y tendido sobre el tema pero, aunque yo soy el primero que compro películas piratas, con la ley en la mano es ilegal) ralentizaban su paso hasta límites ridículos para dar tiempo a que recogiesen todo y se marchasen. La multitud les miraba entre sorprendida y divertida.
Así les dejé cuando reanudé mi camino pero no me extrañaría que si, aún reteniendo el paso y parando a atarse los cordones de cada una de las botas, hubiesen llegado al puestecito de bolsos antes de que estuviera recogido se hubieran puesto a ayudar a guardar la mercancía y a trasladarla a la playa y, de paso, a mirar un bolsito para la parienta.

viernes, 30 de abril de 2010

Si no te escucho, grita

Diremos que se llamaban Juan y Ana, por decir algo, pero en realidad no sé si he olvidado sus verdaderos nombres o es que nunca llegué a saberlos.
Ella era guapa, muy guapa. El no. A lo mejor ella tampoco lo era pero resplandecía en comparación con él. Digamos que ella era un 7,5 y él un 5 justito los días buenos.
El regentaba una cafetería/pub donde matábamos las tardes a base de cervezas y donde empezábamos la fiesta los viernes y sábados por la noche. Ella era su novia. No pegaban para nada. Una chica atractiva, de una familia bien, con un tío más bien corriente que no tenía, en principio, donde caerse muerto.
Admirábamos a aquel tío. Lo tenía todo. Al menos todo lo que unos críos de 18 años pueden considerar como vital. Es increíble lo poco que hace falta a ciertas edades para crear un ídolo.
A base de acudir asiduamente acabamos por entablar una buena relación con él. No lo calificaría de amistad, ya he dicho que no recuerdo ni su nombre real, pero si de colegueo entrañable. Jamás nos invitó a una caña pero nos dio buenos consejos musicales. En una época en la que abundaba el bacalao y similares su local era un oasis en lo que a música se refiere. Con ella jamás pasamos de los saludos de cortesía aunque yo no podía evitar tenerle una enorme simpatía.
El local tenía solera, más de cincuenta años con diferentes dueños. Por allí habían tomado sus cañas o sus carajillos mi abuelo y mi padre antes que yo y eso hacía que le tuviera cierto cariño.
La cosa empezó a torcerse hacia la primavera de 1998. Un día el dejó de aparecer por el local. Los rumores decían que estaba en una clínica de desintoxicación por temas de drogas y que había sufrido una depresión. Era una versión creíble, lo sabíamos. También decían que ella le había dejado. Justo en el peor momento.
Supimos después que el local tenía uno de esos alquileres de renta antigua y que los dueños no estaban haciendo las reparaciones necesarias para que se mantuviera en condiciones, con ello peligraba la licencia de apertura del bar. Al poco tiempo cerró y entendimos los motivos de todo. Al menos de la depresión.
Jamás volvimos a verle. Ignoro si logro desintoxicarse aunque espero que así fuera.
A ella si que seguimos viéndola. Empezó a salir con otro tío, alguien más acorde a su nivel social, y poco después se casaron. Si antes había resultado fácil subirle a él a un pedestal no menos facil nos resultó denostarla a ella por semejante traición. En realidad la única traición que se había producido, si es que había existido alguna, era a la imagen idealizada que teníamos de ella. Ya he dicho que eramos unos críos de 18 años.
Hace poco volví a verla. Paseaba con su marido. El empujaba el carrito de un bebe y ella llevaba de la mano a una niña de pocos años. Se la veía feliz. Me sorprendió comprobar que, después de más de 15 años, seguía cayéndome mal y que, para ser sinceros, tampoco era tan guapa.

jueves, 8 de abril de 2010

Miedo

No sé si lo he escrito de manera explícita o si, a través de las entradas anteriores se ha podido deducir. Creo que no. Por si acaso y para contextualizar esta entrada lo confesaré: soy futbolero, muy futbolero y, además, madridista.
No recuerdo cuando empezó a gustarme el fútbol pero algunos de los recuerdos más antiguos que alcanzo a vislumbrar me sitúan, junto a mi padre o mi abuelo, en un campo o frente a un televisor viendo un partido. Así, por ejemplo, me acuerdo de los tres viendo un Valencia - Osasuna en el Luis Casanova (empate a uno) con el Valencia jugando con la equipación de la senyera. O en casa durante el Mundial de Mexico - 86, cuando mi padre trasladó el televisor a mi habitación para que lo vieramos allí y yo me pase varios días pintando una pancarta que decía Aupa España.
Puede que haya sensaciones mejores, mas intensas o mas duraderas, pero una de mis preferidas es la que percibo cuando, siempre lentamente, asciendo las escaleras que dan acceso a los vomitorios de un campo de fútbol y poco a poco aparece ante mí el estadio. Si es un partido en horario nocturno, con iluminación artificial, mejor.
Dicho esto, y tras confesarme madridista, debo reconocer que hay dos partidos durante la temporada que no disfruto lo más mínimo. Se trata de los dos partidos, ida y vuelta, que enfrentan en liga al Madrid y al Barcelona. No me compensa el posible regocijo de la victoria con el sufrimiento de la derrota. Cuando tu hermano, sangre de tu sangre, es culé declarado y tu mejor amigo es tan fanático que a su lado Joan Gaspart pasaría por ser un aficionado frío las consecuencias de una derrota son crueles y duraderas. Además se da el caso de que yo no encuentro especial regocijo en la humillación del adversario vencido, lo que no quiere decir que no la practique, por lo que, como ya he dicho, encuentro mayor dolor en la derrota que placer en la victoria.
El clásico de este año, otro partido del siglo, se presenta en mi opinión muy desnivelado. Suerte tendremos si, como el año pasado, no nos meten seis. Otra lectura previa me parecería cegada por el fanatismo. Por supuesto fumbol es fumbol, juegan once contra once y el furgol es asín, por lo que todo puede suceder pero, ¿qué queréis que os diga?, yo llevo una semana destemplado (el partido del martes entre el Barcelona y el Arsenal no ha ayudado mucho) y mucho me temo que la que viene puede ser peor.
El espejismo del liderato frente a este Barcelona debe ser efímero. Únicamente el paupérrimo nivel del resto de equipos de la liga ha permitido al Madrid mantenerse ahí y jugarse la liga en los dos partidos contra el Barcelona. Ya sabemos lo que pasó en el primero y mucho me temo lo que ocurrirá en el segundo.
Por supuesto, si los dioses del fútbol nos son favorables y ganamos (no nos vale el empate para continuar líderes) negaré rotundamente haber dudado del equipo y me dedicaré, con deleite y frenesí, a sonrojar a mis amigos culés. Sin embargo, a día de hoy, lo único que siento es miedo, mucho miedo.

lunes, 22 de febrero de 2010

3:17:15


Sigo fielmente una tradición desde que, hace ahora cuatro años, debuté en maratón. El lunes posterior a la carrera, e independientemente del resultado obtenido, me compro un bote de helado de los grandes, de un litro, me siento tranquilamente y me lo como del tirón, sin piedad ni remordimientos. Podríamos decir que se trata de un premio de consolación o una compensación por el sufrimiento y esfuerzo de los meses anteriores. El primer año recuerdo que fue helado de Dulce de Leche, delicioso. Este año ha tocado Vainilla, no menos bueno.


Han pasado casi seis meses y más de mil kilómetros desde que empecé a preparar el maratón y el resultado es el que figura en el título de esta entrada. A pesar de no haber alcanzado el objetivo que me había marcado no puedo decir que me sienta decepcionado ya que disfruté mucho de la carrera, de casi toda, y ésta ha sido mi mejor marca. Desde luego una marca impensable hace cuatro años en mi primera incursión en la distancia. Un exceso de locuacidad bloguera me llevo a fijarme como objetivo bajar de tres horas y quince minutos y, a pesar de que los primeros entrenamientos parecían indicar que la meta era totalmente inalcanzable, cerca he estado. Empiezo a creer que, con el suficiente tesón y el entrenamiento adecuado, cualquier límite es asequible. Incluso aquellos que, aún hoy, suenan a quimeras imposibles. Cualquiera que conozca el maratón entiende de qué frontera hablo aunque no la nombraré para no parecer pretencioso ni quedar, otra vez, esclavizado por mis palabras.


La carrera en sí discurrió de forma muy similar a la del año pasado (cómo lamento no haber tenido blog entonces para haber podido contarlo): un primer tramo de agarrotamiento y dudas seguido por 25 kilómetros, los internedios, bastante cómodos, a velocidad de crucero, y una parte final que marca las diferencias entre ambas carreras. Donde el año pasado hubo euforia este año ha habido bajón y sufrimiento para poder llegar a meta. Afortunadamente éste sufrimiento se vio atenuado por la presencia de un compañero de club que me dio ánimos y conversación en los duros kilómetros finales. Buena parte del éxito es suya. Lo que no cambia, y espero que nunca lo haga, es la emoción indescriptible que se siente al recorrer esos últimos 195 metros. Además yo, este año, lo hice con un chupete en la boca para dedicárselo a mis hijas. Creo que esto se podría convertir en una nueva tradición.


Mentiría si dijera que, a día de hoy, he empezado a pensar en la próxima maratón. En realidad empecé a hacerlo dos horas después de terminar de correr. Mientras trataba de recuperarme de la descomposición de estómago que me provocó el esfuerzo dos pensamientos se entrecruzaban en mi mente: ¿Qué debo cambiar/añadir en mis entrenamientos para rebajar la marca obtenida? y ¿seré capaz de comerme un litro de helado en medio de una gastroenteritis?. Lo fui.

martes, 16 de febrero de 2010

¿Y si fuera que sí?

Ando estos días con los últimos entrenamientos previos al maratón de Valencia. Queda escasamente una semana y, como dice un compañero de club, a estas alturas ya está todo el pescado vendido. El trabajo que se supone que había que hacer se ha hecho, o no, y lo que tenga que ser, será. Desde ahora, y hasta el día en cuestión, ya solo quedan rodajes suaves, normalmente cortos y bastante relajados. Nada de series a tope ni de largos infinitos. Quiero decir con esto que en estos últimos entrenamientos puedo, más que de costumbre, fijarme en lo que sucede a mi alrededor porque, por increíble que parezca, el mundo no se para cuando yo salgo a correr.


El miercoles pasado, por ejemplo, me tocaba rodar 50 minutos a ritmo suave y eso hice. Salí de casa y enfilé una ruta que tengo medida para este tiempo y que me lleva, por un carril bici, hasta el pueblo vecino. Ida y vuelta, esa era la idea. Cuando me encontraba a escasos 200 metros del lugar donde suelo dar la vuelta vi frente a mí, saliendo de un cruce, a un energúmeno montado en un quad. El cafre en cuestión cogió la curva a considerable velocidad poniendo el vehículo sobre dos de sus ruedas, concretamente las del lado derecho, con una inclinación que hacia parecer seguro el accidente. En el último momento y con bastante habilidad, al César lo que es del César, el imbécil consiguió enderezar el quad y continuó su marcha con un notable acelerón.


En ese momento a mí me vinieron a la mente los dos pensamientos que asaltarían a cualquier persona de bien es este caso. Primero, que Dios no existe, porque si existiera el idiota se habría pegado el ostiazo del siglo y habría acabado con los dientes desparramados por el asfalto y con el quad, que seguro que no ha terminado de pagar, siniestro total. Y segundo, que nunca hay un policía cerca cuando hace falta. En eso andaba yo pensando cuando, antes de que me hubiera dado tiempo a recorrer diez metros, pasó junto a mí, a una velocidad considerable y a la caza, un vehículo de la Guardia Civil. Así que no me quedó más remedio que tragarme mis palabras. Muy gustosamente, eso sí. Puede que, de vez en cuando, sí que haya un poli cuando hace falta.


En cuanto a lo otro, lo de Dios, habrá que dejarlo a la consideración de cada cual. A lo mejor sí que existe y lo único que pasa es que sus métodos son menos expeditivos de lo que serían los míos. Puede que en lugar de darle el último empujoncito al imbécil haya preferido poner un coche de la Guardia Civil en el cruce. Ya se sabe que sus caminos son inescrutables.

lunes, 8 de febrero de 2010

Mi vida sin ti

Desconozco qué empuja a un digno informático, o aspirante a serlo, a convertirse en un hacker. Tal vez su padre lo golpeara con el Spectrum +2 o tal vez odie esta sociedad consumista y alienante en la que vivimos y pretenda destruirla desde el confortable calorcito de su habitación mientras mamá prepara la cena. No sé que intención les guía pero sí sé que si una plaga bíblica cayera sobre ellos y, por ejemplo, hiciera que se les cayeran a todos los dientes y tuvieran que vivir el resto de sus días a base de purés y batidos no sólo no lo sentiría sino que me regodearía ante la visión de sus bocas desdentadas y sus ojos llorosos frente a un buen Entrecotte. Por cabrones.
Un mes llevo sin ordenador por culpa de un virus. Y, además, debe ser un virus de los de la pata del macho porque el Panda no lo detectaba y mucho menos lo destruía. Y mientras el angelito iba destrozándome el sistema operativo y todos los programas que requiriesen una conexión a internet para funcionar. Al final la solución ha sido drástica: formateo y a volver a empezar. Lo malo viene cuando te llama el informático, el bueno, el que se supone que los repara, y empieza con que si no sé que pasa que no me detecta la disquetera o vete tú a saber porqué no puedo configurarte los puertos USB. Yo por si acaso voy mirando catálogos porque me temo que mi viejo compañero ha entonado ya su canto del cisne y, si vuelve a casa, ya no volverá a ser el mismo.
Un mes llevo, decía, consultando el mail a través del móvil, corriendo a casa de mi hermano a enviar currículums si veo que hay alguna buena oferta en el infojobs, sin poder actualizar este blog, que sé que lo echáis de menos, y sin poder descargarme los entrenamientos del gps, y todo el mundo sabe que un entrenamiento no sirve de nada si no te lo bajas al ordenador para poder constatar que se ha hecho.
No sé qué me da mas miedo: el tiempo que estoy y voy a estar sin ordenador, con las incomodidades que eso acarrea, o la dependencia que siento que el bicho está logrando por mi parte. Reconozco que en mi situación (trabajador en paro, no parado, en búsqueda de reinserción en el mercado laboral aún a sabiendas que el trabajo no dignifica ni nada parecido) el ordenador me es muy útil. Puedo consultar ofertas de empleo, diseñar y enviar mis currículums y buscar formación que complemente la que ya tengo. Pero precisamente por estas facilidades que me da el ordenador hace casi cuatro meses que apenas salgo de casa. Es cierto que a ello contribuye el hecho de que con la climatología propia del invierno, con las niñas, es más complicado salir. Pero también es cierto que con las páginas de búsqueda de empleo, bastante ineficaces por cierto, y los cursos online no hay necesidad de moverse de casa para nada. Todo está a un click de distancia y siento haber sonado como un anuncio de Telefónica.
A este paso me voy a convertir en una especie de oso hormiguero en hibernación metido en mi cueva. Y puede que así me dé cuenta de que la sociedad está contra mí y que les mande a todos un buen virus. Si no fuera porque no tengo ni puta idea de cómo se hacen.