Son
las 5:55 de la mañana del día de mi cumpleaños. 37 años. Mi hija me despierta
porque quiere ir al baño. La acompaño y la devuelvo a su cama. Ya puestos
decido quedarme en pie porque, a pesar de ser domingo, quedan solo un par de
minutos para que suene mi despertador. Hoy corro un Maratón y me gusta
desayunar tres horas antes de la salida.
Hace
tiempo que no siento tanto miedo ante la perspectiva de ponerme en la salida de
un Maratón. Han pasado más de dos años desde mi última vez, Berlín 2010, y el
año pasado abandoné la preparación por unas molestias físicas y porque, para
ser sinceros, no me sentía preparado para afrontarlo.
Esta
mañana las cosas empiezan a torcerse desde bien pronto. Si decido madrugar
tanto es para que me dé tiempo a desayunar con calma y, sobretodo, a ir al baño
las veces necesarias para sentir el cuerpo ligero. Hoy eso no funciona. No voy
y me siento hinchado y pesado. Además ayer cené demasiado y me lo reprocho
mentalmente: a veces pareces nuevo en esto.
Salgo
de casa con tiempo y el cielo está, contra todo pronóstico, despejado. Parece
una buena señal aunque luego no lo será tanto. Llego a Valencia. Aparco el
coche cerca de la salida y me marcho hacía la zona que tiene la organización
habilitada como guardarropa. Se me hace rara la cantidad de gente que hay. El
censo del Maratón se ha triplicado y, además, se corre en paralelo una carrera
de 10 kilómetros lo que hace que a esas horas 15.000 personas ronden la zona de
salida. No conozco a nadie. No veo camisetas de clubs conocidos de la zona, los
que solían estar en las salidas de otras ediciones del Maratón. Están allí, por
supuesto, pero se pierden entre la multitud de corredores, muchos de ellos extranjeros,
que se han dado cita.
Lo
peor de todo es que no localizo a nadie de mi club y tenía ganas de verlos. La
carrera a pie, porque lo que yo hago no es atletismo, no es un deporte
individual, al menos no para mí. En un rato voy a tener sobrados motivos para
reafirmarme en este pensamiento.
Por
fin, cuando ya me dirijo a calentar, localizo a dos compañeros. Paco y Richard
llevan idea de rodar a un ritmo similar al mío. Más lentos que mis pretensiones
iniciales pero muy acordes con la realidad de mi entrenamiento. Un momento
después nos cruzamos con otros tres, Fernando, Rafa y Jorge, que nos saludan
con prisas porque ya están trotando. A nosotros apenas nos da tiempo a trotar y
estirar un poco antes de encajonarnos para la salida.
Los
nervios aumentan. Después de mucho tiempo me veo en la salida de un Maratón.
Vuelvo a tener la piel de gallina y me emociono. Aún no he empezado a correr
pero estoy seguro de que mi pulsómetro, si lo llevara puesto, marcaría un
número de pulsaciones exagerado. Por fin se da la salida, pero es en falso. El
disparo de una traca ha provocado que los primeros atletas salgan y ahora hay
que volver atrás. No es fácil hacer retroceder a tanta gente pero se consigue.
Los corredores bromeamos. No sé porqué lo harán los demás pero yo no puedo
callarme cuando estoy nervioso. A mi lado una mujer joven, no me preguntéis
porqué pero sé que es extranjera, se pone en cuclillas, se aparta a un lado la
tela del pantalón corto y orina. No puedo reprochárselo, si yo pudiera haría lo
mismo. Por fin se da la salida buena y empezamos a correr.
Tengo
la sensación de que para muchos de los que me rodean esta va a ser su primera
maratón. Hay muchos nervios, la gente no para de cruzarse con el consiguiente
riesgo de caídas y muchas veces es para intentar recortar subiéndose a una
acera ante la proximidad de un giro. Parece que estemos en una Carrera Popular
de 8 kilómetros y me temo que muchos de estos corredores pagarán al final estos
excesos.
Al
fondo veo el globo de un práctico. Poco a poco lo alcanzamos, sigo corriendo
con mis compañeros de equipo, y me sorprendo al ver que es el que debe acabar
la carrera en 4 horas y media. Para ir bien yo debo rodar entre los prácticos
de 3:15 y 3:30.
Llegamos
al kilómetro 5. Mi ritmo de carrera es bueno, entre cuatro minutos cuarenta y
cinco y cuatro minutos cincuenta por kilómetro, conservador para mis
pretensiones. He adelantado a los globos de 4:30 y 4:00 y me encuentro justo
detrás del de 3:30. Estoy ansioso por adelantarlo, lo noto. No me gusta correr
tan rodeado de gente, los avituallamientos pueden ser un caos en estos casos.
Aprieto un poco el ritmo y me pongo por delante. Ya voy solo, mis compañeros
han preferido quedarse en el grupo. A partir de ahora, pienso, se trata sólo de
mantener un ritmo cómodo y dejar pasar los kilómetros hasta el momento en que
empiece de verdad el maratón, allá por el kilómetro 32.
Poco
después empieza a dolerme la rodilla, el tendón rotuliano. Lo sé porque es una
lesión que ya he sufrido hace años. Para ser sinceros lo esperaba. Esta semana
he entrenado con dolor. Empezó el miércoles por la noche y se repitió el
viernes. Demasiado tarde para atajarlo con un masaje. Lo único que se me ha
ocurrido ha sido colocarme una cinta presionando la rodilla a la altura del
tendón, evidentemente no ha funcionado. No pasa nada, me digo, hay que aguantar
el dolor como tantas otras veces y tal vez en unos kilómetros desaparezca como
ha hecho en algunas de esas ocasiones. Recuerdo el lema que leí el día anterior
en una camiseta durante la recogida de dorsales: “El dolor es obligatorio, el
sufrimiento es opcional”. A partir de ahora creo que voy a tener bastante de
ambos.
Llegamos
al kilómetro 10 y me he acoplado a un grupo de gente que conozco de vista.
Llevan intención de rodar a 4:50 el kilómetro y creo que, en mis
circunstancias, es un buen ritmo. El dolor de las rodillas aparece y
desaparece. En ese momento entre el público alguien grita mi nombre, me giro y
veo a otros tres compañeros de club que han salido a animarnos. Sus gritos me
provocan un subidón de energía, levanto la cabeza, alargo la zancada y corro
algo más fluido. Los misterios del corredor, no solo son piernas.
Observo
una escena curiosa: un corredor nos adelanta por la derecha mientras otro, que
corría tras él, le increpa por cruzarse. El primero responde a su vez en voz
alta y sigue adelante. Menos de 10 segundos después se vuelve, extiende la mano
y pide perdón. El primer corredor acepta las disculpas y no hay más que decir.
Pienso que esto sólo puede verse en un Maratón y reprimo un grito de ¡Que se
besen!. Me parece mentira seguir teniendo ganas de broma.
Al
paso por el kilómetro 15 empiezo a notarme bajo de fuerzas y esto ya no es
normal. Hace mucho calor y la humedad es muy alta. He sudado mucho y esto ha
provocado que el roce de la zapatilla se transforme en una ampolla. A cada paso
duele. El dolor de rodilla se ha instalado definitivamente y va en aumento. El
grupo en el que iba se ha disgregado y empiezo a pensar en lo largo que se me
va a hacer el Maratón.
En
el kilómetro 20 ya sé que no voy a terminar la carrera. El muro ha llegado.
Demasiado pronto, lo sé. El Maratón, para mí, siempre ha tenido una fase de
sufrimiento pero esta nunca ha comenzado antes del kilómetro 30. Hasta ese
momento ha sido una fiesta, un rodaje entre amigos a velocidad de crucero dejando
pasar los kilómetros sin apenas darme cuenta. No ha sido así esta vez, no he
estado cómodo en ningún momento, no he disfrutado, no he encontrado mi ritmo
por muy lento que he intentado rodar, aun habiendo bajado mucho el ritmo en los
últimos kilómetros. Pensar en todo lo que me queda por delante me supera.
Cuando
pasamos por el Medio Maratón el crono aún marca un buen tiempo pero sé que es
totalmente irreal. He bajado el ritmo ostensiblemente y no para de adelantarme
gente, incluido el grupo de 3:30. Me propongo no caminar hasta el kilómetro 25
y lo cumplo. Principalmente porque estamos en el Bulevar Sur, que se corre en
los dos sentidos, y entre la multitud que, este año sí, se agolpa en las aceras
he visto a dos conocidos y no me apetece que me vean caminando a la vuelta. Una vez llegados
al avituallamiento paro y me bebo tranquilamente una botella de agua.
Arranco
de nuevo. Acaban de adelantarme mis primeros compañeros de viaje, Richard y
Paco, y poco después lo hace otro compañero, Carmelo. Me concentro en pensar
que solamente me quedan 7 kilómetros para abandonar porque en el kilómetro 32
se pasa junto a la meta y es el punto ideal para salirme. Si pudiera lo haría
antes. Extrañamente empiezo a encontrarme algo mejor. Supongo que influye el
hecho de que he bajado el ritmo y el haberme echado Reflex en la rodilla, lo
que provoca una disminución del dolor. Sin embargo lo que más me ha animado,
nuevamente, ha sido ver a mis compañeros de equipo animando. Van en bici y,
esta vez, ruedan un poco junto a mí animándome. Hacen que me emocione e,
incluso, empiezo a pensar en la posibilidad de terminar la carrera a este
ritmo, sin pretensiones.
Llegamos
a la parte más dura de la carrera, los túneles de La Pechina. Ya hace tiempo
que no miro el cronómetro y no marco en el mismo el paso por cada kilómetro. Ya
me da igual. A la entrada del túnel me sorprende la música que sale de dentro.
Hay varios altavoces enormes colgando de las barandillas y la música,
literalmente, rebota entre el techo y las paredes provocando una euforia brutal
en los corredores. Lástima que las piernas no puedan responder a ese estímulo,
no hay fuerzas. Vuelvo a pensar en que, otros años, al paso por ese punto
todavía tenía fuerzas. Echo de menos mi estado de forma de entonces. A la
salida de los túneles me topo de bruces con la cruda realidad: llevo 29
kilómetros, los 9 últimos sufriendo, he parado a caminar tres veces, me duele
la rodilla y la ampolla del pie está creciendo. Desecho la posibilidad de
acabar la carrera, ha sido una locura transitoria.
El
paso por la Alameda es especialmente duro. Necesito volver a parar a caminar y
está repleto de gente. Esta carrera está dejando mi orgullo atlético hecho unos
zorros. Llegamos a la rotonda del Parotet y giramos hacia la Avenida de
Baleares. Esto no es lo que yo tenía previsto, pensaba que íbamos a pasar más
cerca de la meta y empiezo a dudar en el lugar adecuado para abandonar. Al
fondo intuyo que la carrera gira a la izquierda, alejándose de la meta, por lo
que no puedo retrasar más lo inevitable.
En
ese momento vislumbro, frente a mí, el chándal verde de mi club y sobre él una
cara conocida. Carlos observa la carrera junto a su familia. Su primera
reacción es lanzarme un grito de ánimo pero al verme llegar junto a él creo que
comprende de golpe la situación. Le cuento mis dolores y mi decisión de
salirme. En alguna ocasión finjo tocarme la rodilla porque no quiero que vea
que estoy a punto de echarme a llorar por la frustración. El me echa una mano
sobre el hombro sin importarle que vaya chorreando sudor y me anima. Finalmente
salgo del trazado de la carrera y me acompañan un trozo hacía la meta. Cuando
nos despedimos Carlos me abraza para darme ánimos y yo tengo que volver a
ocultar mi cara porque, ahora sí, estoy a punto de ponerme a llorar a lágrima
viva.
Llego
caminando hasta la parte de atrás de la meta del Maratón. Ya son bastantes los
corredores que han acabado y están recogiendo sus bolsas. Yo, evidentemente, no
he cruzado la meta así que para recoger mi bolsa debo acceder por la salida
habilitada para los corredores que se encuentra vigilada. Me toca explicarle al
vigilante que me he retirado y necesito recoger mis pertenencias. Verbalizar mi
situación ante un extraño no es, precisamente, la mejor parte de la mañana. Me deja pasar,
me acerco a una de las chicas que vigilan las bolsas de los corredores y le
pido la mía. En cuanto me la dan salgo en busca de mi coche. Ahora no tengo
ganas de encontrarme con nadie.
El
Maratón no es una ciencia compleja. En esta carrera vales lo que has entrenado,
ni más ni menos, y yo no he entrenado lo suficiente. En ocasiones ni siquiera
un buen entrenamiento te asegura una buena carrera porque son otros muchos los
factores que pueden influir. Me planté en la línea de salida con una
preparación escasa y el General Maratón me dio un revolcón y me puso en mi
sitio, independientemente de las lesiones que arrastraba. He entrenado este
Maratón en cinco o seis ciudades diferentes de otras tantas provincias debido a
los viajes que me obliga a hacer mi trabajo. He corrido a altas horas de la
noche y a primerísima hora de la mañana. Y no importa. El Maratón quiere un
mínimo de Kilómetros de preparación y no te los va a convalidar por un número
inferior por mucho que te haya costado reunirlo. Ahora lo sé. En cierto modo
siempre lo he sabido.
Pero
volveré. Más pronto que tarde volveré a verme en la línea de salida de un
Maratón, espero que con los deberes hechos, y me quitaré la espina que se me ha
quedado clavada en esta ocasión. Y me sabrá a gloria.