miércoles, 27 de mayo de 2009

Aquellos maravillosos años

Recuperaré hoy un episodio de mi infancia convencido de que los hechos que reflejaré han prescrito. Si no fuera así os ruego encarecidamente, querido público, que no aviséis a la policía.


Debía correr, aproximadamente, el año 1988 y yo contaría con 11 o 12 años. Por aquel entonces solía participar los sábados por la mañana, con mis compañeros del colegio, en una liga local de fútbol sala y tras los partidos nos dedicábamos a vagabundear por el pueblo hasta la hora de la comida.

Uno de nuestros objetivos preferidos era una casa abandonada, rodeada de naranjos, a la que llamábamos, en un alarde de originalidad, "La casa Monster". Solíamos comer algunas naranjas y curioseábamos por el exterior de la casa.

Un sábado andábamos por allí Pablito (nombre ficticio), Pedrito (nombre real) y un servidor curioseando cuando nos dimos cuenta de que uno de los balcones del primer piso estaba abierto y que, justo bajo él, había un contenedor de escombros. En nuestras tiernas mentes aquello constituía una oportunidad única y la aprovechamos. Nos encaramamos al contenedor, trepamos como pudimos al balcón y nos colamos en la casa.

Dentro, en el primer piso, nos encontramos con un panorama fascinante. El suelo estaba repleto de libros desparramados, libretas de colegio de muchísimos años atrás y cosas similares. Como tres voyeurs profesionales estuvimos largo rato cotilleando hasta que oímos llegar un coche y pusimos pies en polvorosa. El dueño de la casa casi nos pilla, y nos llevamos un susto tremendo. Nos separamos en la huida y yo, particularmente, no paré de correr hasta llegar a casa.

El lunes en el colegio comentamos la jugada. Pablito hizo como yo y no paró hasta casa pero a Pedrito, que había perdido un zapato, le pilló el dueño:


- ¿Que te hizo?

- Nada, me preguntó el nombre.

- ¿Se lo dijiste?

- No, me inventé uno.

- Y, ¿ya está?

- Si, ya está.


La noticia corrió por el colegio, tuvimos nuestros cinco minutos de gloria, y quisimos repetir.
El sábado siguiente volvimos allí Manolito (otro nombre inventado) y yo. El balcón estaba cerrado pero pensamos que podríamos forzarlo así que trepamos hasta él. Nada más llegar arriba nos dimos cuenta de que el dueño estaba en la casa y que nos había visto. No era el mismo hombre de la semana anterior y nos gritó que bajáramos o llamaba a la policía. Bajamos.


- ¿Como os llamáis?

- Yo soy Manolito

- ¿Y tú?

- Yo soy Garraty

- !Coño Garraty¡. Tú eres el que pilló mi padre la semana pasada.


Me quedé pálido.

Nos preguntó qué hacíamos allí y le dijimos que habíamos oído la historia de lo que escondía el primer piso de la casa. Nos dijo que allí no había nada. Nosotros, en un alarde de inteligencia, no le replicamos aunque sabíamos que mentía.

Nos dijo que había llamado a la policía y que no nos iba a dejar ir hasta que llegara. No recuerdo si llegamos a llorar, probablemente sí, el caso es que, tras casi una hora de "secuestro", se ablandó y nos dejó marchar.


Al lunes siguiente, como comprenderéis, Pedrito y yo tuvimos unas palabras a la hora del recreo.

2 comentarios:

El Impenitente dijo...

¿Invitaste a tu boda a Pedrito? ¿Es el padrino de alguna de tus hijas?

Muy buena la historia. Qué mal se pasa cuando te pillan. Hasta entonces, todo es perfecto y fabuloso. Cuando lo hacen tu arrepentimiento parece hasta sincero.

GARRATY dijo...

Lo invité y vino. No iba a durarme el rencor tantos años.
Alguna otra pillada he tenido y es cierto que se pasa mal. Piensas "nunca más", hasta la siguiente vez. Es lo que tiene ser un crio.
A todo esto, mis padres nunca llegaron a enterarse. Menos mal que no leen este blog.
Me imagino a mis hijas allanando casas, con el agravante de escalo, y se me ponen los pelos de punta.