lunes, 7 de junio de 2010

Alto a la autoridad

En ocasiones circulamos por la vida y una situación real nos evoca otra ficticia. Tal vez algo que hemos leído o hemos visto en una pantalla de cine. Ayer mismo me ocurrió a mi.
Me encantaría poder decir que la situación en cuestión me trasladó a alguna cita de Nietzsche o Kant o, tal vez, a algún pasaje de "Cien años de Soledad" o "El guardián entre el centeno" (las dos obras literarias más sobrevaloradas de la historia de las obras literarias), pero no fue el caso. Desgraciadamente yo tuve ocasión de revivir ayer una película de Esteso y Pajares (dignísimos profesionales, por otro lado) y es que cada uno tiene el bagaje cultural que se merece.
No recuerdo el nombre de la película en cuestión. Recuerdo que los susodichos Fernando y Andrés atracaban una sucursal bancaria. Imagino que por allí andaría también Antonio Ozores y, seguramente, Juanito Navarro. El caso es que la cosa se iba complicando y los atracadores, al final decidían entregarse. O lo intentaban, porque la policía no hacía nada por detenerlos, es más, en el colmo del despropósito les ayudaban a escapar empujando el coche que no les arrancaba. Este fue mi "deja vu" de ayer, mas o menos.
Si alguno de vosotros ha visitado alguna vez Cullera, concretamente su paseo, habrá comprobado que éste se encuentra repleto de puestos de venta ambulante "regentados", en su gran mayoría, por inmigrantes subsaharianos. En ocasiones he asistido en primera fila a alguna que otra carrerita de los vendedores ambulantes ante la llegada de la Policía local. Normalmente recogían las mantas con los CD's y DVD's de un tirón y corrían a la arena. Ya se daba entonces la ridícula situación de que los manteros tras desmontar la parada y salir por piernas permanecían junto al paseo , dentro de la playa, mientras la policía patrullaba tranquilamente a escasos cinco metros. Parecía como si estuviesen jugando al escondite y la arena fuese un refugio en el que no pudieran ser pillados. En cuanto los locales caminaban diez pasos los ambulantes saltaban el murete y reconstruían las tiendas. Como he dicho la situación siempre me pareció ridícula pero la justificaba, a medias, pensando que se trataba de la policía local y ya sabemos que ésta se encuentra en el primer peldaño, por abajo, en la escala evolutiva de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado.
Lo de ayer fue una vuelta de tuerca más y esta vez con la Guardia Civil de protagonista. Estamos perdiendo hasta los valores más sólidos. Los manteros se han modernizado y han diversificado el negocio. Supongo que han hecho un estudio de mercado y han averiguado que las marujas playeras pierden el culo por los bolsos de imitación. También venden ropa interior pero eso tiene menos salida, creo. El caso es que ahora entre manta de CD's y manta de DVD's hay una de bolsos, mantas enormes por cierto y con montones de bolsos. Evidentemente una manta llena de bolsos de Louis Vuitton no es tan fácil de recoger como otra con los grandes éxitos de El Fary. Yo me dí cuenta ayer. Paseaba por la zona cuando percibí el alboroto y las carreras que antes he descrito. Muchos de los vendedores habían recogido y corrían y, a escasos 50 metros, una pareja de la benemérita se aproximaba amenazante. Frente a ellos, a una distancia que mi difunta abuela tardaría 10 segundos en recorrer, varios inmigrantes jóvenes recogían su mercancía, bolsos, introduciéndola en grandes bolsas de plástico. Sin prisa pero sin pausa, podría decirse, pero sobretodo sin miedo, sabedores de que los civiles no tenían la mas mínima intención de detenerlos. Y es que la pareja, lejos de acelerar para pillar a los delincuentes (podemos discutir largo y tendido sobre el tema pero, aunque yo soy el primero que compro películas piratas, con la ley en la mano es ilegal) ralentizaban su paso hasta límites ridículos para dar tiempo a que recogiesen todo y se marchasen. La multitud les miraba entre sorprendida y divertida.
Así les dejé cuando reanudé mi camino pero no me extrañaría que si, aún reteniendo el paso y parando a atarse los cordones de cada una de las botas, hubiesen llegado al puestecito de bolsos antes de que estuviera recogido se hubieran puesto a ayudar a guardar la mercancía y a trasladarla a la playa y, de paso, a mirar un bolsito para la parienta.

viernes, 30 de abril de 2010

Si no te escucho, grita

Diremos que se llamaban Juan y Ana, por decir algo, pero en realidad no sé si he olvidado sus verdaderos nombres o es que nunca llegué a saberlos.
Ella era guapa, muy guapa. El no. A lo mejor ella tampoco lo era pero resplandecía en comparación con él. Digamos que ella era un 7,5 y él un 5 justito los días buenos.
El regentaba una cafetería/pub donde matábamos las tardes a base de cervezas y donde empezábamos la fiesta los viernes y sábados por la noche. Ella era su novia. No pegaban para nada. Una chica atractiva, de una familia bien, con un tío más bien corriente que no tenía, en principio, donde caerse muerto.
Admirábamos a aquel tío. Lo tenía todo. Al menos todo lo que unos críos de 18 años pueden considerar como vital. Es increíble lo poco que hace falta a ciertas edades para crear un ídolo.
A base de acudir asiduamente acabamos por entablar una buena relación con él. No lo calificaría de amistad, ya he dicho que no recuerdo ni su nombre real, pero si de colegueo entrañable. Jamás nos invitó a una caña pero nos dio buenos consejos musicales. En una época en la que abundaba el bacalao y similares su local era un oasis en lo que a música se refiere. Con ella jamás pasamos de los saludos de cortesía aunque yo no podía evitar tenerle una enorme simpatía.
El local tenía solera, más de cincuenta años con diferentes dueños. Por allí habían tomado sus cañas o sus carajillos mi abuelo y mi padre antes que yo y eso hacía que le tuviera cierto cariño.
La cosa empezó a torcerse hacia la primavera de 1998. Un día el dejó de aparecer por el local. Los rumores decían que estaba en una clínica de desintoxicación por temas de drogas y que había sufrido una depresión. Era una versión creíble, lo sabíamos. También decían que ella le había dejado. Justo en el peor momento.
Supimos después que el local tenía uno de esos alquileres de renta antigua y que los dueños no estaban haciendo las reparaciones necesarias para que se mantuviera en condiciones, con ello peligraba la licencia de apertura del bar. Al poco tiempo cerró y entendimos los motivos de todo. Al menos de la depresión.
Jamás volvimos a verle. Ignoro si logro desintoxicarse aunque espero que así fuera.
A ella si que seguimos viéndola. Empezó a salir con otro tío, alguien más acorde a su nivel social, y poco después se casaron. Si antes había resultado fácil subirle a él a un pedestal no menos facil nos resultó denostarla a ella por semejante traición. En realidad la única traición que se había producido, si es que había existido alguna, era a la imagen idealizada que teníamos de ella. Ya he dicho que eramos unos críos de 18 años.
Hace poco volví a verla. Paseaba con su marido. El empujaba el carrito de un bebe y ella llevaba de la mano a una niña de pocos años. Se la veía feliz. Me sorprendió comprobar que, después de más de 15 años, seguía cayéndome mal y que, para ser sinceros, tampoco era tan guapa.

jueves, 8 de abril de 2010

Miedo

No sé si lo he escrito de manera explícita o si, a través de las entradas anteriores se ha podido deducir. Creo que no. Por si acaso y para contextualizar esta entrada lo confesaré: soy futbolero, muy futbolero y, además, madridista.
No recuerdo cuando empezó a gustarme el fútbol pero algunos de los recuerdos más antiguos que alcanzo a vislumbrar me sitúan, junto a mi padre o mi abuelo, en un campo o frente a un televisor viendo un partido. Así, por ejemplo, me acuerdo de los tres viendo un Valencia - Osasuna en el Luis Casanova (empate a uno) con el Valencia jugando con la equipación de la senyera. O en casa durante el Mundial de Mexico - 86, cuando mi padre trasladó el televisor a mi habitación para que lo vieramos allí y yo me pase varios días pintando una pancarta que decía Aupa España.
Puede que haya sensaciones mejores, mas intensas o mas duraderas, pero una de mis preferidas es la que percibo cuando, siempre lentamente, asciendo las escaleras que dan acceso a los vomitorios de un campo de fútbol y poco a poco aparece ante mí el estadio. Si es un partido en horario nocturno, con iluminación artificial, mejor.
Dicho esto, y tras confesarme madridista, debo reconocer que hay dos partidos durante la temporada que no disfruto lo más mínimo. Se trata de los dos partidos, ida y vuelta, que enfrentan en liga al Madrid y al Barcelona. No me compensa el posible regocijo de la victoria con el sufrimiento de la derrota. Cuando tu hermano, sangre de tu sangre, es culé declarado y tu mejor amigo es tan fanático que a su lado Joan Gaspart pasaría por ser un aficionado frío las consecuencias de una derrota son crueles y duraderas. Además se da el caso de que yo no encuentro especial regocijo en la humillación del adversario vencido, lo que no quiere decir que no la practique, por lo que, como ya he dicho, encuentro mayor dolor en la derrota que placer en la victoria.
El clásico de este año, otro partido del siglo, se presenta en mi opinión muy desnivelado. Suerte tendremos si, como el año pasado, no nos meten seis. Otra lectura previa me parecería cegada por el fanatismo. Por supuesto fumbol es fumbol, juegan once contra once y el furgol es asín, por lo que todo puede suceder pero, ¿qué queréis que os diga?, yo llevo una semana destemplado (el partido del martes entre el Barcelona y el Arsenal no ha ayudado mucho) y mucho me temo que la que viene puede ser peor.
El espejismo del liderato frente a este Barcelona debe ser efímero. Únicamente el paupérrimo nivel del resto de equipos de la liga ha permitido al Madrid mantenerse ahí y jugarse la liga en los dos partidos contra el Barcelona. Ya sabemos lo que pasó en el primero y mucho me temo lo que ocurrirá en el segundo.
Por supuesto, si los dioses del fútbol nos son favorables y ganamos (no nos vale el empate para continuar líderes) negaré rotundamente haber dudado del equipo y me dedicaré, con deleite y frenesí, a sonrojar a mis amigos culés. Sin embargo, a día de hoy, lo único que siento es miedo, mucho miedo.

lunes, 22 de febrero de 2010

3:17:15


Sigo fielmente una tradición desde que, hace ahora cuatro años, debuté en maratón. El lunes posterior a la carrera, e independientemente del resultado obtenido, me compro un bote de helado de los grandes, de un litro, me siento tranquilamente y me lo como del tirón, sin piedad ni remordimientos. Podríamos decir que se trata de un premio de consolación o una compensación por el sufrimiento y esfuerzo de los meses anteriores. El primer año recuerdo que fue helado de Dulce de Leche, delicioso. Este año ha tocado Vainilla, no menos bueno.


Han pasado casi seis meses y más de mil kilómetros desde que empecé a preparar el maratón y el resultado es el que figura en el título de esta entrada. A pesar de no haber alcanzado el objetivo que me había marcado no puedo decir que me sienta decepcionado ya que disfruté mucho de la carrera, de casi toda, y ésta ha sido mi mejor marca. Desde luego una marca impensable hace cuatro años en mi primera incursión en la distancia. Un exceso de locuacidad bloguera me llevo a fijarme como objetivo bajar de tres horas y quince minutos y, a pesar de que los primeros entrenamientos parecían indicar que la meta era totalmente inalcanzable, cerca he estado. Empiezo a creer que, con el suficiente tesón y el entrenamiento adecuado, cualquier límite es asequible. Incluso aquellos que, aún hoy, suenan a quimeras imposibles. Cualquiera que conozca el maratón entiende de qué frontera hablo aunque no la nombraré para no parecer pretencioso ni quedar, otra vez, esclavizado por mis palabras.


La carrera en sí discurrió de forma muy similar a la del año pasado (cómo lamento no haber tenido blog entonces para haber podido contarlo): un primer tramo de agarrotamiento y dudas seguido por 25 kilómetros, los internedios, bastante cómodos, a velocidad de crucero, y una parte final que marca las diferencias entre ambas carreras. Donde el año pasado hubo euforia este año ha habido bajón y sufrimiento para poder llegar a meta. Afortunadamente éste sufrimiento se vio atenuado por la presencia de un compañero de club que me dio ánimos y conversación en los duros kilómetros finales. Buena parte del éxito es suya. Lo que no cambia, y espero que nunca lo haga, es la emoción indescriptible que se siente al recorrer esos últimos 195 metros. Además yo, este año, lo hice con un chupete en la boca para dedicárselo a mis hijas. Creo que esto se podría convertir en una nueva tradición.


Mentiría si dijera que, a día de hoy, he empezado a pensar en la próxima maratón. En realidad empecé a hacerlo dos horas después de terminar de correr. Mientras trataba de recuperarme de la descomposición de estómago que me provocó el esfuerzo dos pensamientos se entrecruzaban en mi mente: ¿Qué debo cambiar/añadir en mis entrenamientos para rebajar la marca obtenida? y ¿seré capaz de comerme un litro de helado en medio de una gastroenteritis?. Lo fui.

martes, 16 de febrero de 2010

¿Y si fuera que sí?

Ando estos días con los últimos entrenamientos previos al maratón de Valencia. Queda escasamente una semana y, como dice un compañero de club, a estas alturas ya está todo el pescado vendido. El trabajo que se supone que había que hacer se ha hecho, o no, y lo que tenga que ser, será. Desde ahora, y hasta el día en cuestión, ya solo quedan rodajes suaves, normalmente cortos y bastante relajados. Nada de series a tope ni de largos infinitos. Quiero decir con esto que en estos últimos entrenamientos puedo, más que de costumbre, fijarme en lo que sucede a mi alrededor porque, por increíble que parezca, el mundo no se para cuando yo salgo a correr.


El miercoles pasado, por ejemplo, me tocaba rodar 50 minutos a ritmo suave y eso hice. Salí de casa y enfilé una ruta que tengo medida para este tiempo y que me lleva, por un carril bici, hasta el pueblo vecino. Ida y vuelta, esa era la idea. Cuando me encontraba a escasos 200 metros del lugar donde suelo dar la vuelta vi frente a mí, saliendo de un cruce, a un energúmeno montado en un quad. El cafre en cuestión cogió la curva a considerable velocidad poniendo el vehículo sobre dos de sus ruedas, concretamente las del lado derecho, con una inclinación que hacia parecer seguro el accidente. En el último momento y con bastante habilidad, al César lo que es del César, el imbécil consiguió enderezar el quad y continuó su marcha con un notable acelerón.


En ese momento a mí me vinieron a la mente los dos pensamientos que asaltarían a cualquier persona de bien es este caso. Primero, que Dios no existe, porque si existiera el idiota se habría pegado el ostiazo del siglo y habría acabado con los dientes desparramados por el asfalto y con el quad, que seguro que no ha terminado de pagar, siniestro total. Y segundo, que nunca hay un policía cerca cuando hace falta. En eso andaba yo pensando cuando, antes de que me hubiera dado tiempo a recorrer diez metros, pasó junto a mí, a una velocidad considerable y a la caza, un vehículo de la Guardia Civil. Así que no me quedó más remedio que tragarme mis palabras. Muy gustosamente, eso sí. Puede que, de vez en cuando, sí que haya un poli cuando hace falta.


En cuanto a lo otro, lo de Dios, habrá que dejarlo a la consideración de cada cual. A lo mejor sí que existe y lo único que pasa es que sus métodos son menos expeditivos de lo que serían los míos. Puede que en lugar de darle el último empujoncito al imbécil haya preferido poner un coche de la Guardia Civil en el cruce. Ya se sabe que sus caminos son inescrutables.

lunes, 8 de febrero de 2010

Mi vida sin ti

Desconozco qué empuja a un digno informático, o aspirante a serlo, a convertirse en un hacker. Tal vez su padre lo golpeara con el Spectrum +2 o tal vez odie esta sociedad consumista y alienante en la que vivimos y pretenda destruirla desde el confortable calorcito de su habitación mientras mamá prepara la cena. No sé que intención les guía pero sí sé que si una plaga bíblica cayera sobre ellos y, por ejemplo, hiciera que se les cayeran a todos los dientes y tuvieran que vivir el resto de sus días a base de purés y batidos no sólo no lo sentiría sino que me regodearía ante la visión de sus bocas desdentadas y sus ojos llorosos frente a un buen Entrecotte. Por cabrones.
Un mes llevo sin ordenador por culpa de un virus. Y, además, debe ser un virus de los de la pata del macho porque el Panda no lo detectaba y mucho menos lo destruía. Y mientras el angelito iba destrozándome el sistema operativo y todos los programas que requiriesen una conexión a internet para funcionar. Al final la solución ha sido drástica: formateo y a volver a empezar. Lo malo viene cuando te llama el informático, el bueno, el que se supone que los repara, y empieza con que si no sé que pasa que no me detecta la disquetera o vete tú a saber porqué no puedo configurarte los puertos USB. Yo por si acaso voy mirando catálogos porque me temo que mi viejo compañero ha entonado ya su canto del cisne y, si vuelve a casa, ya no volverá a ser el mismo.
Un mes llevo, decía, consultando el mail a través del móvil, corriendo a casa de mi hermano a enviar currículums si veo que hay alguna buena oferta en el infojobs, sin poder actualizar este blog, que sé que lo echáis de menos, y sin poder descargarme los entrenamientos del gps, y todo el mundo sabe que un entrenamiento no sirve de nada si no te lo bajas al ordenador para poder constatar que se ha hecho.
No sé qué me da mas miedo: el tiempo que estoy y voy a estar sin ordenador, con las incomodidades que eso acarrea, o la dependencia que siento que el bicho está logrando por mi parte. Reconozco que en mi situación (trabajador en paro, no parado, en búsqueda de reinserción en el mercado laboral aún a sabiendas que el trabajo no dignifica ni nada parecido) el ordenador me es muy útil. Puedo consultar ofertas de empleo, diseñar y enviar mis currículums y buscar formación que complemente la que ya tengo. Pero precisamente por estas facilidades que me da el ordenador hace casi cuatro meses que apenas salgo de casa. Es cierto que a ello contribuye el hecho de que con la climatología propia del invierno, con las niñas, es más complicado salir. Pero también es cierto que con las páginas de búsqueda de empleo, bastante ineficaces por cierto, y los cursos online no hay necesidad de moverse de casa para nada. Todo está a un click de distancia y siento haber sonado como un anuncio de Telefónica.
A este paso me voy a convertir en una especie de oso hormiguero en hibernación metido en mi cueva. Y puede que así me dé cuenta de que la sociedad está contra mí y que les mande a todos un buen virus. Si no fuera porque no tengo ni puta idea de cómo se hacen.

lunes, 25 de enero de 2010

1:29:54

El domingo me dí un madrugón de los que duelen. Salí de casa cuando aún no estaban puestas las calles y me metí entre pecho y espalda cerca de 200 kms de coche con la única intención de correr una Media Maratón. ¿Mereció la pena? Rotundamente sí.


Desde ahora la insigne villa de Santa Pola ha dejado de ser conocida por sus playas, sus salinas, su isla de Tabarca o su Avenida dedicada a Don Santiago Bernabeu. Desde ahora, y hasta el fin de los tiempos, será recordada como la ciudad en la que disputé mi primera Media Maratón por debajo de 1 hora y media. Por los pelos, si, muy muy muy por los pelos, pero por debajo.


Si me hubieran dicho hace unos años, cuando empezaba a correr, que algún día derribaría esa barrera no me lo hubiera creído. Si me lo hubieran dicho el domingo, diez minutos antes de empezar a correr, tampoco. Pero el domingo fue el día, se alinearon los astros, el Ying y el Yang se pusieron de acuerdo y hasta el Dios encargado de la lluvia puso de su parte propiciando un microclima, en el lugar y a la hora adecuados, perfecto para correr. No se podía pedir más salvo que las piernas respondiesen. Y respondieron.

Como bien me recordó un amigo el mismo domingo por la noche, hoy puedo decir que existen dos clases de hombres en el mundo: los que han bajado de hora y media en Media Maratón y los que no. Por una vez yo estoy en el primer grupo